Nocturno desértico.
Los Detectives Salvajes, Roberto Bolaño
1998
Editorial Anagrama
609pps
sexta edición
Latinoamérica necesitaba desde hace años una novela canónica de la carretera, un On the Road trigueño que sólo la vastedad mexicana podía dar, que levantara el polvo de las últimas tres décadas y le diera algo a la generación de escritores de fin de milenio: la que esperaba mucho y terminó recordando el pasado, mirándose en un espejo de hace 30 años para saber lo que tenía que hacerse en el 2001.
Y esta generación se vio reflejada en Los Detectives Salvajes.
¿Qué son los Detectives Salvajes? La leyenda ganadora de los premios Herralde, Rómulo Gallegos, etc, de la que por primera vez leí en una pequeña nota de un “gran periódico”: humilde, mínima como los poemas que nunca aparecen en toda la novela y la literatura muy poco mencionada, que no hacen falta, ya que cada capítulo vale por cien. La leyenda de un escritor leyenda al que una enfermedad hepática se lo llevara “justo en el momento”, cuando parecía no dar más pero dio todo y es todo lo que necesitamos.
Los Detectives Salvajes es la hora de la verdad de un grupo poético en el México de los setentas: los Real Visceralistas y más que todo la de sus dos líderes Arturo Be(o)lan(ñ)o y Ulises Lima, que en el inicio y final de la novela son retratados por el muy coming of age personaje de Juan García Madero, acompañados de una prostituta D.Feña a la búsqueda de sus precursores en el México posrevolucionario de los 30, en específico de la líder de este movimiento, la creadora de poemas gráficos Cesárea Tinajero.
Y es una novela en la que hay (tomemos aire): austriacos paranoicos con una bomba atómica israelí, abogados obsesionados con la terminología latina, ciencia ficción intercalada, tests de poesía clásica, “desviaciones sexuales” que terminan siendo sexo típico, poemas y acertijos gráficos, pintura, tentativas de atentados contra Octavio Paz, sobrevivientes un-poco-raras de Tlatelolco, una larga noche de copas y revelaciones en el apartamento de Amadeo Salvatierra, un trip de mochileros por el área vinícola de Francia, asesinatos y asaltos en Viena, terrorismo norafricano (una de las mejores partes del libro) duelos a punta de florete en una playa de Barcelona, arquitectos de hospital psiquiátrico, teorías de la conspiración en base a un poema de Rimbaud, tiroteos en puteros de provincia, vida doméstica de burgueses venidos a menos y un final que no esperamos y que termina siendo el mejor y más abierto como una ventana abierta que cierra un círculo y abre un camino y vamos por él hasta encontrar el desierto de Sonora, un portal a muchos cadáveres sin descifrar que serán los miembros de la subsiguiente novela-mastodonte: 2667.
La novela total ya traducida al inglés (Farrar, Strauss and Giroux) y pendiente en mi mesa para relectura dominguera, ya que cada mosaico de esta obra es un tiempo de vida, un modo de verla y otro modo de lectura. Por su sencilla variedad repartida llega a la complejidad de novela mutante, con un escritor mutante en el que cada nuevo capítulo es una personalidad nueva. Meterse en otros zapatos, digamos mejor botas, y empezar a caminar más rápido, levantando más polvo, montarse en un Impala y buscar un dibujo que sea un fin silencioso para una novela estridente.
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